Cerati
Quisiera ser como esos conductores que ceden el paso.
Cuando intento incorporarme al carril principal; cuando pongo luz de giro en una avenida doble mano esperando que el de enfrente me deje pasar; cuando necesito cruzar una avenida atestada de coches. Cada vez que aparece la gentileza de alguien que hace luces para indicarme que pase, que él puede esperar, me digo: yo también voy a ser de los que ceden el paso.
Sin embargo, a menudo me gana la ansiedad. Acelero aunque no esté apurado. Me acerco imprudentemente al de adelante si percibo que me quieren pasar. Paso yo por la derecha si el de adelante va más lento que lo que debería en el carril de la izquierda.
Y lo peor: me estreso a pesar de no estar apurado.
Pero de pronto suena Cerati. Y algo en mí contacta. Dejo pasar el pensamiento que dice “cómo no lo escuché de joven” y en cambio, me conmuevo. Aprecio su profundidad, su sensualidad. Paradójicamente, conocer a Cerati después de los 40 es para mí dejar de mirar el retrovisor y ubicar la mirada adelante. No en el horizonte sino en el camino. Como cuando salgo de yoga y saco el automático del piloto automático para poner, consciente, la velocidad crucero en 70. El mágico instante de desacelerar, poner el giro y pasar al carril de la derecha. Haya o no alguien detrás. Los hombros se alejan de las orejas; la mandíbula se relaja; las muñecas dejan de hacer fuerza. Ceder como cede el hielo en contacto con el agua.
Y tal vez eso sea la adultez. No tanto el logro de ser un conductor que cede el paso, sino el hombre que detecta que desea serlo y en el camino se encuentra con Cerati. Menos intensidad y más profundidad.