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Quiero vivir aquí, mas quiero cambiar
Cambiar para sentirme vivo
Y te daré una flor, 
Antes que un decadrón
Oh mi amor, estoy tranquilo pero herido

Tres agujas, Fito Paéz

(Y yo quisiera que tardáramos un poco más
en no llegar a ninguna parte)

(...)

Son tus mambos los que me hacen crecer

Fragmentos de Vulnerable, Gauchito Club

Escribo. Escribo que escribo. Mentalmente me veo escribir que escribo y también puedo verme ver que escribo. Me recuerdo escribiendo ya y también viéndome que escribía. Y me veo recordando que me veo escribir y me recuerdo viéndome recordar que escribía y escribo viéndome escribir que recuerdo haberme visto escribir que me veía escribir que recordaba haberme visto escribir que escribía y que escribía que escribo que escribía. También puedo imaginarme escribiendo que ya había escrito que me imaginaría escribiendo que había escrito que me imaginaba escribiendo que me veo escribir que escribo.

La tía Julia y el escribidor, Mario Vargas Llosa

Hay aquellos a quienes la desgracia derrumba. Hay aquellos que se quedan pensativos. Hay aquellos que hablan de todo y de nada al borde de la tumba, y siguen en el carro, de todo y de nada, ni siquiera del muerto, pequeños comentario domésticos; hay aquellos que se suicidarán después y eso no se les ve en el rostro, aquellos que lloran mucho y cicatrizan rápido, aquellos que se ahogan en las lágrimas que derraman, aquellos que quedan contentos, desembarazados de alguien, aquellos que no pueden ver al muerto, se esfuerzan pero no pueden, el muerto se ha ido llevándose su imagen, hay aquellos que ven al muerto en todo, quisieran borrarlo, venden sus trapos, queman sus fotos, se mudan de casa, cambian de continente, vuelven a empezar con un vivo, pero nada que hacer, el muerto sigue allí, en el retrovisor, hay aquellos que meriendan en el cementerio y aquellos que dan una vuelta para no pasar por allí porque tienen una tumba excavada en la cabeza, hay aquellos que dejan de comer, aquellos que beben, hay los que se preguntan si su dolor es auténtico o artificial, hay los que se matan trabajando y los que por fin se toman unas vacaciones, hay los que piensan que la muerte es un escándalo y los que la consideran natural a cierta edad, en ciertas circunstancias, la guerra, la enfermedad, la moto, el carro, la época, la vida, hay aquellos que consideran que la muerte es la vida.
Y hay aquellos que hacen cuaquier cosa. Que se ponen a correr, por ejemplo. A correr como si ya no fueran a detenerse jamás. Es mi caso. Bajo la escalera corriendo. No es una huida, no, yo no huyo de nada, tal vez incluso lo que hago es tratar de alcanzar algo, algo que se parezca a la muerte de Julia..., pero lo único que encuentro a mi paso es una minúscula vietnamita estorbando en el rellano del tercer piso. Me le echo encima y sale volando literalmente, soltando en el espacio un chorro multicolor de cápsulas, de frascos, de ampollas, de tabletas. Se diría que es la explosión de una farmacia. Y la de un álbum, puesto que he soltado las fotos de la enfermera-droguera con el choque. Por suerte, cuatro escalones más abajo, la vietnamita cae en los brazos de un joven de pelo crespo metido en un suéter sin forma. 
Estoy ya bien abajo de ellos y no me excuso. Sigo corriendo y salto fuera del edificio bajo una ducha helada que el cielo ha aprovechado para soltar de golpe sobre la ciudad, y es bajo ella que corro, a lo largo de la calle del Temple, como un guijarro que va rebotando, atravieso en diagonal los 33.677 metros cuadrados de la République saltando por encima de los capós de los carros, de los setos de las plazoletas, de los perros que orinan, y subo, siempre corriendo, los 2.850 metros en crecida de la Avenida del mismo nombre. El torrente está contra mí, pero nada puede detener al hombre que corre cuando no tiene otra meta, ya que corro en dirección del cementerio Pére Lachaise y no se puede llamar a eso una meta, mi meta es Julia, mi bonita meta secreta, escondida bien en el fondo bajo una montaña de obligaciones, era Julia, pero corro y no pienso, corro y no sufro, la lluvia negra me da las alas tornasoladas del pez que vuela, corro millas y millas cuando la sola perspectiva de correr unos cien metros siempre me ha agotado, corro y no me detendré jamás, corro en la doble piscina de mis zapatos donde mis ideas se ahogan, corro, y en esta nueva vida de corredor submarino que ahora es la mía -¡es una locura cómo uno se habitúa!-, aparecen las imágenes, porque uno siempre puede correr más rápido que las ideas, pero las imágenes, las imágenes nacen del ritmo mismo de la carrera, apartamento saqueado, amplio rostro de Julia, cojincito apuñalado, brusca mueca de Julia, teléfono decapitado, grito repentino de Julia (¿Fue entonces "eso" lo que viste Jullius?), aullido de Julius también, largo aullido atormentado, zócalos del muro arrancados, Julia lanzada al piso, corro ahora de charco en bofetada, de salpicaduras en alaridos, pero no solamente eso, salto largo de cuneta y en primer plano primera aparición de Julia en mi vida, el balanceo de su melena y el de sus caderas, libros descuartizados pero senos pesados de Julie, golpes, bofetadas y golpes, pero sonrisa poderosa de Julie encima de mí: "En argot español, amar se dice comer", correr para que me coma Julie, nevera desbaratada, ¿qué querían saber esos tipos? Y el pensamiento que alcanza a las imágenes, el pensamiento tan veloz a pesar de su carga de terror, saber lo que Julie sabía, eso era lo que querían, "entre menos sepas, Ben, mejor será para la seguridad de todo el mundo". Es verdad, Julie, que no vayan a agarrar a esos pobres viejos, "no me telefonees, Ben, no vengas a verme, de todos modos voy a desaparecer por cierto tiempo", pero ¿si vienen ellos a mi casa, mientras que yo corro como un huevón y si fuera eso justamente lo que querían saber, el escondite de los abuelos? Charcos, bofetadas, cunetas, terror, atravieso la avenida a la altura del liceo Voltaire, hay pitidos, insultos, patinazos, y ajamiento de lata, pero yo ya me he hundido como una gaviota ebria en la calle Plichon, atravieso la del Chemin-Vert y acabo de estrellarme con la puerta de la ferretería. Los campeones son seres aterrorizados, no hay otra explicación. Los campeones corren bajo el efecto del terror que pulveriza los récords.
Uno de los vidrios esmerilados explota con el choque y, cuando abro de par en par la puerta de nuestra casa, un cálido arroyuelo de sangre rueda por mi rostro, mezclado con la sopa fría del cielo. La ferretería está vacía. El vacío precipitado. El vacío del desgarramiento. El vacío del último segundo. El vacío imprevisto que deja todo en nada. El vacío que debería estar lleno. Nadie. Nadie, excepto mamá, inmóvil, en su sillón. Mamá que vuelve hacia mí un rostro bañado en lágrimas y que me mira, como si no me reconociera.  

El hada carabina, Daniel Pennac

Quisiera ser como esos conductores que ceden el paso, pero a menudo me gana la ansiedad. 
Acelero a pesar de no estar apurado, el retrovisor gana mi atención, me salgo del camino.
Hasta que un Cerati me rescata. Desacelero, luz de giro, vuelvo.

Descubrir a Cerati después de los 40 me muestra por qué prefiero mil veces la adultez a la adolescencia: lejos de reprocharme el no haberlo escuchado de joven, me dejo conmover por su voz sensual y aprecio su profundidad.